Christian Bobin
El mundo está inundado de santos, quiero decir de mártires, porque no distingo estas dos palabras. Se multiplican, cada día son más numerosos. Se les llama enfermos de Alzheimer. Al multiplicarse nos hacen el regalo de una vida reducida a lo básico, agotadora, extenuante, libre de todos los órdenes de la vida moderna: comprar, enviar, triunfar…aplastar. Para estas personas, esta vida que no es la vida, que no lo ha sido nunca, se ha acabado. Sus ojos están temerosamente abiertos a lo insondable. Están presos de una enfermedad metafísica que disuelve el mundo. Debemos verles como tesoros vivos. A menudo preguntan el camino, perdidos en un mundo, mediocremente iluminado por tristes divertimentos. Buscan con mano temblorosa la mano de un ángel, porque saben que los ángeles existen. A veces hablan con sus muertos. Ellos que olvidan todo, no se olvidan de aquellos que les han deslumbrado en el pasado. Mi padre lloraba cada vez que hablaba de su hermano muerto en la infancia. En su corazón limpio, convertido en cristal, la escena ardía: ignorando que la enfermedad de su hermano era contagiosa, se había subido a su cama, había escalado la montaña de edredones rojos para abrazar al muriente y recibió un cachete del médico. Esta bofetada inexplicable del médico, quemaba decenas de años después.
Mi padre vivió un año en una de esas casas que deberían ser parte del patrimonio de la humanidad. Jamás se apagó su rostro. No creo en eso que se dice que no “reconocen más”. Reconocer es amar, y amar es salvaje, indecible. Cuando mi padre ya no sabía quién era, sabía que yo estaba presente, yo lo sentía, lo he comprobado y lo que compruebas es más grande que todo aquello que nos pueda decir la ciencia. Al no encontrar mi nombre, se valía de astucias. Al preguntarle yo, decía: “Eres aquel que no se olvida” y sobre mi madre decía” Es la mejor”. Estos seres olvidadizos, no olvidan nada de lo esencial.
Acabaremos todos hechos migajas. He vagado por el campo de batalla, he visto almas desfiguradas. He escuchado el silencio sobre todo, un toque de alarma de silencio. Lo que vi era sublime, banal y terrible. Los rostros, cerrados. Las palabras, ausentes. Unos quince ancianos. Traen la comida en un carro. Las personas se ven en la mesa dos veces al día. No se han escogido. Desde la infancia están en camino para este reencuentro. Los biombos se han caído, los biombos de la juventud, de la belleza y del lugar adquirido. Para ver algo, hay que luchar, mover las ramas de la nada que azotan el rostro cuando se las suelta muy rápido. Un hombre pone azúcar en la taza del vecino despistado. Una mujer ayuda a otra a partir el pan. Cada uno de estos ancianos es inmenso, pero no lo saben, y se reirían si se lo dijéramos. Haría falta que alguien fuera a buscarles uno a uno, y les sacara de su sopor, que ellos entienden como una fatalidad, una orden venida desde arriba. Todos acabaremos siendo migas. Tengo una cólera que ellos ya no tienen. Están más abandonados que los junquillos salvajes en los bosques donde nadie va a pasear.
Su infancia prometía infinitamente más luz que la de estas flores. ¿Y ahora? El viento es un santo al que no se le ve el rostro. No deja de hablar a los junquillos. Hasta cuando no habla, siguen escuchando. Y aquí, en esta sala, ¿dónde está el viento? Pobres, pobres llamas vacilantes, estrellas que balbucean. Lo que tienen estas personas de adorable, es que están vivos a pesar de todo, a pesar de ellos, y los más estragados son los más regios. He visto el oro en la nada, rostros que son joyas tirados al lodo. Acabaremos todos hechos migas, pero esas migas son de oro, y un ángel, cuando llegue la hora, trabajará con ellas y hará un pan nuevo.
Christian Bobin
Traducción: Teresa Campoamor